David Gilmour
India, es un país de una diversidad tan inasible que a la larga occidente ha terminado por entenderla a través de una mixtura curiosa, en donde prácticamente todos los aromas, nombres y platos que conocen los amantes occidentales de su cocina provienen del monoteísta Norte (Tandoor, samosa, daal, naan, paneer, roti, lassi, chicken tika, son ejemplo de ello). Sin embargo, una vez que llegan a nuestras mesas, solemos mezclarlos en nuestro imaginario con los variopintos dioses de la mayoritaria religión Hindú del Sur y completamos el mosaico con un solo elemento: el curry. Es tal el conocimiento que poseen los habitantes del subcontinente acerca de las propiedades (gastronómicas, religiosas y medicinales) de cada especia, que es un insulto pensar que la cocina podría estar marcada por una única mezcla estándar de éstas. Para la India el curry es lo que el cubito para nosotros. El resultado -como en casi todas las traducciones-, termina por resultar tan fascinante para nosotros como ridículo para alguien local. En occidente, los factores que determinan nuestra manera de comer son decretados por nuestro propio ambiente y el conocimiento tradicional, en un conjunto que hemos dado por llamar terroir; en India a esta fórmula se suma un factor de bastante más peso: la religión. En India no se es lo que se come, acá se come de acuerdo a lo que se es. En India existe un Norte marcado por la cebolla morada y existe un Sur que junto al ajo la considera peligrosa por invitar a la pasión. Un Norte de trigo y un Sur de arroz. Un Sur con castas y un Norte sin ellas.
El Norte de la India está marcado por un estado pujante llamado Punjab, en donde el acto cotidiano de comer posee (como en todo el país) un marcado acento religioso basado -en este caso- en los principios de la religión Sikh, cuya columna vertebral se sustenta en el principio absoluto de igualdad. Rechazar a alguien debido a su casta, color de piel, sexo o religión es la peor de las afrentas. La fórmula genial que ideó el gurú Nanak Dev Ji (fundador de la religión en el siglo XV), fue establecer que en los templos Sikhs (llamados Gudwaras) deben ser recibidas con amor todas las personas, sin preguntar su credo, sobre todo a través de los langar… ¡Es decir, alimentar gratis en cada uno de los templos repartidos por el mundo a cualquier ser, sin preguntar jamás su religión, condición social o sexo!
II
50.000 personas comerán hoy en el langar del “Templo Dorado” de la ciudad de Amritsar. Representan un promedio de 350 personas cada 10 segundos, en una cuenta que no es arbitraria porque el lugar abre 24 horas todos los días del año. 5 toneladas de trigo se procesarán hoy para hacer 150.000 rotis (pan) a mano, por un ejército de personas que ocupan un puesto cada vez que lo ven vacío. Las ollas de la descomunal cocina están esperando pacientemente que terminen de hacerse 50 kg de arroz en cada una. 120 personas están lavando los platos. Una fila de hombres entrega platos y cucharas a quienes entran, niños que no pasan de diez años clasifican los trastos sucios. Un hombre de 96 años se pierde dentro de una olla porque la está limpiando, otro no para de lavar los pisos. Son cientos -quizás miles- de personas trabajando para alimentar al prójimo. Todos son sewadars… es decir, voluntarios.
Ese día hice la fila sin pretender fingir un vestuario, un idioma o una actitud. Me envolvió el aroma de la cebolla morada que por cientos de kilos pelaban hombres y mujeres sin hablar. Todo el mundo me sonrió porque era uno más. Seguí a la multitud y junto a ella me senté en el pangat (línea cubierta con alfombras). No sabía la religión de mi vecina de la derecha. No reparé en el color de quien estaba a la izquierda. A nadie le importó el sexo de mis vecinos. A nadie le importaba el dinero que ganaba quien nos servía. Comí roti con estofado de granos. Comí yogurt y arroz. Tuve postre y el calor de un té bien hecho. Repetí. Nadie preguntó porqué hablaba español y nadie me miró. A través de la comida estábamos unidos en comunión y las fronteras que nos formaron se esfumaron en medio de una atmósfera cargada de silencio, cebolla, ajo y gas.
Entregué primero mi cuchara, luego mi plato sucio. Caminé hacia la salida y a lo lejos vi un puesto vacío en la línea de producción del roti. Mi roti no fue redondo y nadie me notó extranjero. Un desconocido en la línea del pangat comió el pan estirado por mis manos, así como un desconocido hizo la masa para mí. Nadie me pidió que rezara diferente a como lo hago y nadie quiso convencerme de nada.
Aunque los Sikhs no son vegetarianos estrictamente, en los langar el menú es vegetariano (incluyendo la prohibición de usar huevos), para seguir los mandatos del fundador, que así lo impuso, como manera muy inteligente de asegurar que absolutamente todas las religiones presentes en la India sintieran que podían comer en el lugar, sin romper con los preceptos dogmáticos de su fe. Un día de febrero, sentó el orgullo del pasado de mi madre y sentí que mi profesión puede ser vehículo de amor. Un día de febrero, en Amritsar, tuve la mejor comida de mi vida.
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